martes, 5 de abril de 2016

Araceli Guillaume en la revista Taurodelta

Como estudiosa de la Fiesta, ¿hasta dónde llega el alcance cultural de los toros?
Personalmente, asistir a una corrida de toros es, en sí, una actividad tan cultural como ir al teatro o la ópera. Los toros son una escuela de tolerancia, de respeto, pero también de exigencia. Suscitan inquietud, entusiasmo, emoción. Enseñan a aceptar la desilusión, a contemplar el fracaso y el triunfo como dos caras de la vida misma.


¿Qué riqueza resaltaría de la Fiesta? 
Su variedad: no se puede esperar lo mismo de una corrida en Sanlúcar que en Bilbao. En Bilbao se exige más, aunque en Sanlúcar parte del público pueda saber más de toros que en Bilbao, pero va con otro ánimo y tiene otra personalidad. Está además la cuestión de la ruralidad, del contacto con el campo, del entorno taurino natural de las tierras gaditanas. Y esos son matices que enseñamos a los niños de mi familia, también a observar al público y sus reacciones: nadie engaña a un andaluz y a otros hombres de regiones ganaderas sobre las cualidades y los defectos de un toro o de una faena. Puede ser amable, aplaudir y hasta pedir muchas orejas, pero él sabe perfectamente qué ha pasado en el ruedo. Por eso entiendo que hay que ver campo, es imprescindible para preservar la Fiesta, su sentido profundo. La relación campo-ciudad es un elemento clave de la propia existencia histórica de las corridas de toros.


Para Francis Wolff, la ética de la corrida se sustenta en el concepto de bravura. ¿Comparte esa idea?
Sí, la corrida se sustenta en el concepto de bravura, necesario, indispensable, pero no lo es todo, también está el hombre. El primer requisito ético consiste en exigir del toro lo que por su naturaleza seleccionada puede ofrecer: integridad dentro de su morfología propia y bravura. Estas condiciones irán sazonadas, según la estirpe y el individuo, con cualidades y defectos que pondrán a prueba al torero, cuyo valor es el corolario natural de la bravura del toro. Tan necesarios son lo uno como lo otro y la corrida se sustenta en ambos. Un torero no podría torear a un ciervo y un bravísimo toro sin torero delante no serviría ni para una feria de ganado; con el trapío le bastaba para la exhibición. El hecho de que un hombre exponga su integridad frente a un toro es la mejor justificación ética de la Fiesta. Por muy voluntaria que sea la entrega de un torero y por asumido que esté el riesgo que conlleva, sigue siendo tremendo asistir a un espectáculo así y ahí reside toda su grandeza ética: en el doble sacrificio. El del toro porque el toreo es la finalidad de su existencia misma y en el del torero porque, con su libre albedrío, acepta la eventualidad de lo inaceptable para cualquier humano: su propia muerte.


Doctora en Filología Hispánica y profesora titular de la Sorbona en París



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